La Celestina

Autor: Fernando de Rojas. Adaptación: Luis García Montero. Dirección: Joaquín Vida. Figurines: Vitorio y Luquino. Escenografía: Joaquín Vida. Diseño de Luces: Carlos Moreno. reparto: Nati Mistral, Paco Morales, Eva García (en Madrid), Mar Bordallo (en gira), José Mª Barbero, Alberto Alonso, Mª Dolores Cordón, Enrique Menéndez, Jaime Linares, Carmen Serrano, Lola Peno, Isabel Pintor, Jaime Tijeras Juan Antonio Molina y Juanjo López.

Una producción de Atryl Producciones, estrenada en el Teatro Cervantes de Alcalá de Henares; en Madrid, en el Teatro Albéniz. Con este espectáculo se inauguró la sala B del Auditorio Euskalduna de Bilbao y el Teatro Palenque de Talavera de la Reina.
Nota para el programa de mano
La Mirada del Tiempo









Ni siquiera los clásicos se libran de la acción del tiempo. Sus obras siguen dando respuesta a las inquietudes estéticas o vivenciales de las generaciones posteriores pero no siempre lo hacen en el mismo sentido, de la misma forma y sobre el mismo aspecto que interesó al autor original y a sus contemporáneos.
Al contemplar un objeto artístico antiguo, cada nueva generación lo impregna con su propia manera de ver la vida y lo deja matizado por ella, de la misma manera que el humo de los cirios de la Capilla Sixtina fue matizando siglo tras siglo los colores de Miguel Ángel, o el polvo de los alcázares de los reyes de España oscureció la paleta de Velázquez.
Resulta difícil desde que Shakespeare escribiera sus tragedias, no sentir simpatía hacia dos jóvenes enamorados a quienes se les prohíbe la culminación de su amor; es imposible no identificarse con la víctima de una pasión incontrolada, después de que el Romanticismo prestigiase el desorden sentimental hasta elevarlo a la categoría de ideal de conducta; ha llegado a ser utópico pretender describir la realidad sin tratar de fotografiarla, desde que el Naturalismo nos acostumbró a buscar en el arte un calco de la realidad misma. Pero Fernando de Rojas no conoció ni a Shakespeare, ni al Romanticismo, ni al Naturalismo. Escribió su tragicomedia en pleno Renacimiento, la edad de oro del equilibrio y la mesura, por lo que en modo alguno pudo sentir la necesidad de calcar la realidad que tan poderosa como alambicadamente describió, ni aprobar el, para sus contemporáneos, disparatado comportamiento sentimental de su Calisto, ni simpatizar con los transgresores de unas convenciones sociales que establecían una férrea incomunicación entre los hombres y las mujeres.
Nosotros –la Compañía, García Montero y yo mismo- nos hemos propuesto despojar a “La Celestina” de las adherencias que los sucesivos movimientos culturales y estilísticos han ido depositando entre ella y nuestros ojos, con el fin de hacer llegar hasta ustedes, espectadores del siglo XX, una “Tragicomedia de Calisto y Melibea” acorde con la que contemplaron los del siglo XV, a quienes en absoluto extrañaba que en una obra literaria los criados utilizasen un lenguaje tan docto o más que el de los señores, ni que el amor desmesurado fuese objeto de burlas, ni que se necesitase una intervención diabólica para torcer el recto proceder de una doncella recluida en la casa paterna; hemos intentado liberar a la obra de Rojas de cuantas interferencias culturales, sentimentales y moralistas pudiesen dificultar que llegue hasta ustedes con la nitidez precisa la pésima opinión que a su autor le merece un orden social -incipiente en aquellos días- basado en la consecución del lucro individual, en el que todo, incluso lo más íntimo, puede llegar a ser objeto de compraventa, puede quedar reducido a la condición de mera mercancía, sujeta a una ley sin más límites éticos o morales que los derivados de la oferta y la demanda.
Joaquín Vida

Celestina, cinco siglos después
Luis García Montero


Aceptar el encargo de una versión teatral moderna de La Celestina significó para mí añadir de forma imprevista la responsabilidad y la incertidumbre a los muchos placeres que esta obra me había regalado como lector. Las veras y las burlas, las “sentencias dos mil en forro de gracias”, el deslumbrante uso retórico de lo sencillo y lo complejo, la frescura literaria, el juego cómplice con la tradición y los hermosos y alargadísimos parlamentos, llenos de rincones matizados y hallazgos intocables, se convirtieron de pronto en una cuestión personal, en un tejido de decisiones imperiosas. ¿Cómo convertir La Celestina en una representación teatral, respetando la letra y el espíritu, las intenciones y las sorpresas de su autor o sus autores? ¿Cómo llevar al espectador contemporáneo, que tiene sus convenciones y su almacén de miradas estéticas, hasta una tragedia amorosa que no conoció el desarreglo sentimental del romanticismo, hasta una composición de declarada voluntad realista, que, sin embargo, no participa en absoluto del naturalismo decimonónico?

Pero ¿qué más? No basta con el deseo de presentar en escena de manera respetuosa un libro clásico, salvando las distancias entre el lector y el espectador, porque resulta necesario plantearse también las diferencias ideológicas entre lo viejo y lo nuevo, quiero decir, entre el viejo lector y el nuevo espectador. ¿Qué es actualizar? ¿Se trata de conducir el texto antiguo al mundo presente, en sus debates, preocupaciones y preguntas? ¿O se trata de pulir lo necesario, lo mínimo, para facilitar que el público viaje al pasado, comprendiendo la significación original de la obra? Yo he optado por esta segunda vía. He querido mostrar en literatura actual y viva, una obra que empezó a gestarse hace quinientos años.
Porque los lectores de hoy, situados en la otra orilla de la Historia, experimentados en bellas palabras y en las cicatrices de la Modernidad, en sus frutos y en sus contradicciones, tal vez quieran también aprender la lección de la mirada sin tapujos, descubriendo el hilado de provechos y deseos que se mueve en el aceite serpentino de algunas palabras como libertad, justicia, bien, verdad, democracia, tolerancia y respeto, las “fontezicas” actuales de la sabiduría. La situación de nuestra Historia, en otra compleja y vivísima vuelta creativa, asegura “la belleza actual de La Celestina”. Se puede asistir al drama de Calisto y Melibea sin otra reactualización que la propia fuerza literal de su densidad expresiva y su espesura ideológica. Podemos seguir meditando las palabras de Pármeno, cuando Sempronio le indica la conveniencia de ir rápido a casa de Celestina, para exigir su parte en el negocio: “Bien dizes; olvidado lo avía. Vamos entramos, y si en esso se pone, espantémosla de manera que le pese. Que sobre dinero no ay amistad".