Una producción de El Teatro de el Sol, estrenada en el Centro Cultural de la Villa de Madrid.
Nota para el programa de mano.
Mme. de Simiane.-... Dios traza una línea entre el bien y el mal tan definida como la que raya un niño sobre el pavimento.
Mme. de Montreuil.-Me pregunto si esa línea, como la que deja la marea en la playa, no cambia constantemente.
(Mishima, acto II de «Madame de Sade")
Mme. de Montreuil.-Me pregunto si esa línea, como la que deja la marea en la playa, no cambia constantemente.
(Mishima, acto II de «Madame de Sade")
La primera lectura de «Madame de Sade» despertó en mí un volcán de sentimientos contradictorios que no experimentaba desde los días de la adolescencia, cuando me odiaba a mí mismo por no poder dejar de amar el pecado. Cada nueva línea leída hacía crecer en mí la fascinación por la repugnante hermosura de un comportamiento humano socialmente proscrito. La negra belleza que destila el texto se enroscaba en mis sentidos, emponzoñándolos de un turbio lirismo que convertía la repulsa en atracción. Cuando doblé la última página, y la deliciosa amargura que me embargaba me impulsó a iniciar de nuevo la lectura, descubrí que estaba pecando, y recuperé, después de muchos años, la conciencia de hacerlo y el placer que ello produce.
«Madame de Sade» es dañina y fascinante como un pecado. Es también una exquisita y delicada pócima, servida en el más frágil de los cristales a una sociedad que ha etiquetado a su antojo los actos humanos; un hermoso alegato contra la intolerancia; un bellísimo pliego de descargo a favor de la heterodoxia; un apasionado canto a lo amoral.
Indudablemente, habrá otras posibles lecturas del texto de Mishima, como en toda obra de arte que realmente lo sea. Pero esa es la mía, la que ha despertado en mí la necesidad irreprimible de montarla, de vencer todos los obstáculos hasta conseguir levantar el telón. He contado para esta tarea con la colaboración inestimable de Herminia, Magüi, Flora, Carmen, Celia y Berta, que han puesto toda su sensibilidad y arte al servicio de unos personajes extremadamente difíciles; con el jovial apoyo de Eduardo; con la sólida formación de Helena; y con el cáustico lirismo de Francisco Melgares. A todos ellos quiero dar las gracias desde estas líneas por su entusiasmo y su entrega.
Joaquín Vida