El León en Invierno

Autor: James Goldman. Versión: Luis García Montero: Dirección y Escenografía: Joaquín Vida. Figurines: Pepe Rubio. Joyas: Damaris Montiel. Reparto: María Asquerino, Agustín González, José Mª Barbero, Eva García, José Antonio Gallego, Gerardo Giacinti y Juan Polanco.
Una producción de JV Producciones, estrenada en el Teatro Isabel la Católica de Granada; en Madrid, en el Teatro Infanta Isabel.

Nota para el Programa de Mano.
"Se puede confiar siempre en el vicioso".
(James Goldman, "El León de Invierno")
Conocí muy pronto a Ricardo Corazón de León. Apenas debía contar diez años, cuando surgió por primera vez ante mí, emergiendo de las páginas de un libro de verdes pastas de la entrañable colección CADETE. Era todo un tipo: alto, rubio, valiente, bueno, fuerte y guapo. Venía de reconquistar para la única religión verdadera la tierra natal de su fundador, que, por un incomprensible designio divino, estaba en manos de infieles. Le acompañaba la doble aureola romántica del dolor, pues había sufrido prisión en las mazmorras de un avaro emperador cristiano -aunque esto último debía de ser un error de imprenta-, y de la clandestinidad, ya que se veía obligado a guardarse de las arteras maquinaciones de su pérfido hermano Juan, usurpador de tronos, mezquino, traidor y abyecto, al que también tuve oportunidad de conocer en aquella ocasión.
Ambos arquetipos, junto a la tenaz figura de su madre, Leonor de Aquitania, la más bella musa de los poetas provenzales, transitaron frecuentemente por los sueños y fantasías de mi pubertad y adolescencia, hasta que fueron desplazados, casi sin darme cuenta, por unos nuevos héroes, cuyas hazañas daban nuevas respuestas para mis nuevas preocupaciones, como los varones que supieron arrancar a Juan parte de su poder, haciéndole firmar la Carta Mag­na, de tan amplio, largo y feliz desarrollo en la posteridad, o su propio padre, Enrique II, capaz de construir un imperio y, lo que es más importante, de secularizarlo, aun a costa de permitir algún que otro asesinato en la catedral, al comprobar, como empezaba a comprobar por aquellos días, que los intereses de las religiones verdaderas también son de este mundo.


La vida continuó, y los mitos, como los cinturones, se me quedaron estrechos y tuve que desecharlos; los desalojé de mi mente y aprendí a vivir tratando de interpretar la realidad de la manera más objetiva posible, sin aditivos ni conservantes. Así he pasado los últimos veinticinco años.
Pero, de forma inesperada, un buen día del año pasado se presentaron ante mi aquellos antiguos héroes y mitos de mi pubertad y adolescencia. Venían de la mano de James Goldman, quien me los presentó bajo un prisma desconocido: como simples seres humanos. Me fascinaron. Han resultado ser unos sujetos llenos de interés, adornados de las más altas virtudes y de las peores abyecciones; ambiciosos hasta el asesinato, pero capaces de las mayores renuncias; feroces guerreros por las mañanas, pero tiernos pederastas durante las noches; promiscuos, pero celosos; enamorados, pero infieles; inteligentes, pero víctimas de tontas torpezas; cínicos, simpáticos, rencorosos, malvados, sinceros, buenos, generosos, trai­dores, leales ... ; con todas las características de los héroes, cierta­mente, pero contaminados de todos los vicios de que es capaz el ser humano; por eso me gustan; por eso he confiado en ellos y me ha lanzado a la aventura de posibilitarles una vez más emprender su encarnizada y entrañable lucha por el trono, por el poder, por sus intereses ... por la vida.
Joaquín Vida